La alquimia persigue la transmutación del alma, su purificación, su liberación, la salud y la inmortalidad del hombre. El proceso de maduración del plomo en oro o de preparación del elixir de la vida eterna son metáforas de un trabajo personal de transformación interior de la persona.
En un vínculo, el otro funciona como la piedra filosofal que la vida nos ofrece para trasmutar, para ver como en un espejo aspectos de nosotros que permanecen en la sombra. De este modo, la perspectiva alquímica de una relación siempre plantea comenzar por lo que ignoramos de nosotros mismos, por lo que rechazamos, por lo más oscuro y abismal que yace en nuestro inconsciente, ya que, el otro, aparece en nuestra existencia para que nos hagamos cargo de eso que no queremos aceptar, para ayudarnos a integrar lo que queremos mantener separado de la conciencia.
En esta orientación del amor no se busca la perfección, no se tiene por meta la ausencia de conflictos, sino el aceptar al otro como el otro es, aceptar sus males y amarlo, no a pesar de ellos, sino, también, amar sus males, no como algo psicológicamente posible, sino como la única forma completa en como se puede amar.
Los griegos tenían dos miradas sobre al belleza: la apolínea y la dionisíaca. La primera responde al ideal del orden equilibrado y armonioso, la perfección del triángulo, del ascetismo monacal, de la recta y la simetría. La segunda, a lo irregular, el conflicto, la pasión, la curva y la asimetría. Hay amores apolíneos y heroicos, relaciones simétricas, formales y concordantes y hay otros dionisíacos y alquímicos, asimétricos, vívidos y discordantes. A veces plenos de conflictos, pero siempre creativos y en movimiento, imaginativos y desbordantes de vitalidad y búsqueda.
Hay relaciones solares, fijas y estables, que vencen trabajo tras trabajo, que empujan el arado por un surco regado de piedras sin desviarse del objetivo y hay relaciones lunares, móviles, dinámicas, que ponen el acento en la siembra y no en la cosecha. El hombre oscila entre estas dos polaridades: lo solar y lo lunar, lo fijo y lo mutable, la razón y la imaginación, el pensamiento y el corazón, lo conveniente y la pasión, el deber y el desear, el poder y el placer. Ambas nutren el alma, ambas son necesarias y ambas son inherentes a la estructura arquetípica del espíritu humano.
Pero hay que liberar la energía que ata el alma a la montaña del castigo, la culpa y el esfuerzo y hacer fluir la estancada aspiración alquímica a gozar de la vida y de conquistar ese goce, no por el desfiladero duro del dolor, sino por el ancho territorio del disfrute. Un disfrute que puede estar no exento de trabajo, pero un trabajo no vivido como sufrimiento sino como experiencia de crecimiento.
Para el sendero alquímico el amor no es un paraíso futuro e inaccesible, sino ese espacio que se habita en cada instante, ese sitio al cual se bombea el oxígeno del compromiso con la vida, con los otros y con uno mismo, ese oxígeno que se llama entrega y se alimenta del anhelo de “probarlo todo, para aprenderlo todo”, ese oxígeno que nos rodea aquí y ahora y que nos dice que la dificultad es una creencia que esta dentro de nosotros como una ilusión. Una ilusión de la cual hay que desprenderse, una ilusión que no nos deja vislumbrar los horizontes esenciales de la vida.
Así como el amor posee un carácter mítico, desde donde nace su fuerza convocante, también puede ser visto como una historia. De hecho es común oír hablar de “historias de amor”.
En tanto historia, el amor es la narración de sucesos entre seres que se aman. Tristán e Isolda o Romeo y Julieta, son historias en las cuales lo importante no es si se trata del orden de lo verdaderamente sucedido, aunque se pueda mostrar el balcón de Verona o cualquier otro sitio consagrado por el imaginario colectivo.
La “historia” que interesa, en el amor, es aquella en la cual los acaeceres que narra no se corresponden a ninguna realidad objetiva, ya que los “hechos históricos de esa relación” son lo que, según quien cuenta, son constituidos como tales. Lo que vale no es lo que al hombre le sucede con el amor, sino lo que hace con lo que le sucede; lo que vale no son los hechos en si mismos sino como fueron vividos por sus participantes. Los hechos de amor no le acontecen al hombre sino que el hombre le acontece a los hechos. Dicho de otra manera, una relación de amor o de sexo nunca es un tema abstracto, sino continua resignificación. ¿Qué quiere decir esto?
El significado que una persona atribuye a un conjunto de experiencias eróticas, en un tiempo dado, depende de los mitos, creencias y cosmovisiones interiores que hacen que lea los acontecimientos que atraviesa de una determinada manera, con un cierto cristal. Seguramente, a medida que el tiempo transcurre y la arena se escurre, esta lectura se va modificando y cambiando de sentido hasta un punto que resulta imposible reconocer el original. A veces, inclusive, el olvido carcome al recuerdo y las vivencias se vuelven humo.
¿Por qué algunas vivencias de amor permanecen en la memoria y otras se olvidan? Así como, en lo colectivo, el relato de Romeo y Julieta pervive porque atisba la arqueología arquetípica del espíritu humano y es un símbolo vivo de un rito de amor, así en las vidas individuales cuando un amor o un encuentro sexual roza o muerde los patrones vinculares inconscientes, construidos a lo largo de una historia, perdura en el recuerdo. Esta permanencia da lugar a que los vientos de la imaginación, la emoción y el corazón vayan transformando, al compás del transcurrir del tiempo, el registro de lo sucedido de acuerdo a las necesidades internas de cada persona haciendo que nunca los recuerdos sean expresión de una foto congelada sino más similar a una reconstrucción en movimiento que muy poco tiene que ver con el suceso de partida.
Cada persona imagina lo que anhela ser y lo que anhela concretar en una relación y va reescribiendo lo que vive por el tamiz de este sueño. Después de todo, el hombre es más auténtico cuanto más se asemeja al ideal que sueña ser.