jueves, 28 de noviembre de 2013

El Amor Alquímico, por Eduardo Grecco


La alquimia persigue la transmutación del alma, su purificación, su liberación, la salud y la inmortalidad del hombre. El proceso de maduración del plomo en oro o de preparación del elixir de la vida eterna son metáforas de un trabajo personal de transformación interior de la persona.
En un vínculo, el otro funciona como la piedra filosofal que la vida nos ofrece para trasmutar, para ver como en un espejo aspectos de nosotros que permanecen en la sombra. De este modo, la perspectiva alquímica de una relación siempre plantea comenzar por lo que ignoramos de nosotros mismos, por lo que rechazamos, por lo más oscuro y abismal que yace en nuestro inconsciente, ya que, el otro, aparece en nuestra existencia para que nos hagamos cargo de eso que no queremos aceptar, para ayudarnos a integrar lo que queremos mantener separado de la conciencia.
En esta orientación del amor no se busca la perfección, no se tiene por meta la ausencia de conflictos, sino el aceptar al otro como el otro es, aceptar sus males y amarlo, no a pesar de ellos, sino, también, amar sus males, no como algo psicológicamente posible, sino como la única forma completa en como se puede amar.
Los griegos tenían dos miradas sobre al belleza: la apolínea y la dionisíaca. La primera responde al ideal del orden equilibrado y armonioso, la perfección del triángulo, del ascetismo monacal, de la recta y la simetría. La segunda, a lo irregular, el conflicto, la pasión, la curva y la asimetría. Hay amores apolíneos y heroicos, relaciones simétricas, formales y concordantes y hay otros dionisíacos y alquímicos, asimétricos, vívidos y discordantes. A veces plenos de conflictos, pero siempre creativos y en movimiento, imaginativos y desbordantes de vitalidad y búsqueda.
Hay relaciones solares, fijas y estables, que vencen trabajo tras trabajo, que empujan el arado por un surco regado de piedras sin desviarse del objetivo y hay relaciones lunares, móviles, dinámicas, que ponen el acento en la siembra y no en la cosecha. El hombre oscila entre estas dos polaridades: lo solar y lo lunar, lo fijo y lo mutable, la razón y la imaginación, el pensamiento y el corazón, lo conveniente y la pasión, el deber y el desear, el poder y el placer. Ambas nutren el alma, ambas son necesarias y ambas son inherentes a la estructura arquetípica del espíritu humano.
Pero hay que liberar la energía que ata el alma a la montaña del castigo, la culpa y el esfuerzo y hacer fluir la estancada aspiración alquímica a gozar de la vida y de conquistar ese goce, no por el desfiladero duro del dolor, sino por el ancho territorio del disfrute. Un disfrute que puede estar no exento de trabajo, pero un trabajo no vivido como sufrimiento sino como experiencia de crecimiento.
Para el sendero alquímico el amor no es un paraíso futuro e inaccesible, sino ese espacio que se habita en cada instante, ese sitio al cual se bombea el oxígeno del compromiso con la vida, con los otros y con uno mismo, ese oxígeno que se llama entrega y se alimenta del anhelo de “probarlo todo, para aprenderlo todo”, ese oxígeno que nos rodea aquí y ahora y que nos dice que la dificultad es una creencia que esta dentro de nosotros como una ilusión. Una ilusión de la cual hay que desprenderse, una ilusión que no nos deja vislumbrar los horizontes esenciales de la vida.

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