Ríos como lagos, lagos como mares, mares como cielos y cielos inventados por pintores ocultos, maravillaron durante todo el viaje a Marianela y a Sole.
Cuando el sol se ponía sobre el mantel de nubes que cubría el poblado, llegaron al volcán. Un sobrecogedor atardecer y el más locuaz de los silencios los recibieron en penumbras.
Frente a un paisaje ya oscurecido, Marianela manifestó que podía percibir las almas de montañistas muertos y comenzó un ritual para enviar sus espíritus al otro mundo.
Sole la tomó del brazo para indicarle que no estaba dispuesta a compartir esa locura con ella, pero ya era tarde, Marianela emitía extraños sonidos guturales y sus palabras no lograban alcanzarla. A su lado, un José inexpresivo, imitaba sonidos y movimientos, hipnotizado.
Sole corrió al auto, y allí, atrincherada y en panorámica, los observó instalados al borde de un roquerío. Desde la majestuosidad del volcán, sutiles luces comenzaban a bajar e iban aumentando su volumen, montaña abajo, hasta convertirse en figuras humanas de luz, que se ordenaban en fila, para pasar a través de Marianela y, saltar, desvanecidas, hacia el infinito.
Un temblor de tierra y de cielo removió rocas, nubes y pensamientos mientras la nave lunar emergía desde la trastienda del volcán, iluminando el trayecto de vuelta a casa.
Como una serpiente que se muerde la cola, el viaje circular, llegaba a su fin.
Requínoa, Otoño 2019
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