En alguna parte, alguien contó este
cuento y así oí yo decir:
Abatida la mujer por la imposibilidad
de salir del círculo de la infelicidad, esperó quedar sola en casa y tirada
como una muñeca de trapo sobre su sofá, lloró. Pero su llanto no era de
aquellos cotidianos, no esa una simple llovizna de primavera, sino una tormenta
de esas que sólo ocurren con décadas y hasta siglos de distancia. Ni ella misma
lograba recordar haber llorado de ese modo y con esa intensidad. Pero no
intentaba ni recordar ni pensar, porque la humedad de su
tristeza mojaba todo lo que de su mente quisiera escapar.
Entumidos y engrillados se quedaban
adosados a su cabeza los fracasos, las tristezas, las pérdidas, las
humillaciones, las soledades, las carencias, las heridas, las desesperanzas. Y sólo
conseguían aumentar el caudal de los mares, de los océanos en esa oscura noche
de su alma.
Un desamparo de meteorito sin órbita
rodeaba su instante infernal y ya comenzaba a dormirse -o tal vez a morir-
cuando escuchó una voz que le decía: tranquila.
Y sí, eso, de manera instantánea, la tranquilizó.
Pero también la asustó. Abrió los ojos y más allá de la espesa cortina de lágrimas,
aunque no vio, vio a un hombre sentado sobre la mesita de centro, estirando sus
brazos hacia ella.
Ante estas cosas inexplicables, nadie
se detiene a buscar explicación y fue así como ella sólo atinó a preguntar: ¿Y tú,
còmo te llamas? Entonces recién pudo verlo con nitidez dentro de la locura que es
estar mirando a alguien que no se ve. Amablemente, el hombre le respondió “puedes
llamarme Carlos”.
Ella ya no lloraba, tampoco se compadecía
de sí misma, estaba realmente en paz y entregada a lo que fuera que estaba
sucediendo.
Le llamaba la atención el color de
piel del hombre, tan oscura, pero con una tonalidad que ella no identificaba
con la raza negra. También se fijó en lo delgado que era y en su hermosa
sonrisa, blanca, impecable.
Luego él le dijo: no te desesperes,
yo estoy esperándote.
Y se esfumó.
Pasaron los años y ella siempre recordó
este evento como un delirio de su estado alterado por colapso emocional. Aunque
siempre esperó, sin tener mucha conciencia de ello, a Carlos.
Pasaron los años, sí, y hubo más
llantos de llovizna y también más y más días de sol.
Entre otoños y primaveras, sucedió que
muchas veces fue invitada a acercarse al Chamanismo, pero ella no sentía que
fuera algo que le hiciera vibrar –ella se mueve por la pasión y es ésta la tómbola
que elige los caminos que recorre-.
Un día de verano, y como siempre en
su vida, alguien movió los hilos de todas las cosas, a su favor. Y así fue que tuvo
un fin de semana libre, que fue invitada generosamente a un taller sobre
Chamanismo, que la tómbola paró en el número indicado y sin más, partió.
Hubo charla teórica, hubo café y
galletas, hubo una interacción con buscadores que llegaron ahí con un propósito
y su voluntad, no como ella que simplemente…estaba ahí.
El sonido del tambor fue como la
entrada a un portal por el que ella se deslizó sintiéndose muy liviana. En su
camino por montañas sobre nubes, recorrió muchos mundos y se encontró con
maestros amorosos que le indicaban con sus manos estiradas, el camino a seguir.
Y seguía, en un trayecto por el que no avanzaba en función del tiempo como lo
conocemos.
De pronto se encontró ante una
ciudadela que flotaba en los cielos y entró por un pasillo que al final tenía una
especie de guardián. Lo reconoció de inmediato, era un dios o algo parecido, de
la cultura de la India, y se le vino de inmediato a la cabeza el nombre “Ganesha”. Él,
al igual que todos los personajes que se había encontrado en el camino, le indicó
con su mano el camino a seguir, y lo hizo, custodiada por un hombre muy anciano
vestido solo por un tapabarros albo. Avanzó sólo un poco más y entro a un patio
interior de unos pocos metros, circular y brillante. En el centro había una
pileta de un par de metros de diámetro, sus aguas estaban cubiertas por flores
de loto y sobre ella, flotando, o levitando, un hombre, sonriendo, la miraba.
Ella aún no le dirigía directamente la mirada, sorprendida al constatar que las
paredes de las construcciones que rodeaban la pileta, no eran sólidas, sino de ¡luz!
Entonces, ella, creyendo que ya nada podría
sorprenderla más, mira al rostro del hombre y reconoce a Carlos.
Ahí estaba la misma piel morena, ese
hermoso color que tienen las personas de la India. Y esa misma delgadez característica.
Sin lugar a dudas, era la misma ¿persona?
Entonces soltó “la cabeza” y se integró
de modo natural a todo lo que estaba sucediendo. Sin resistencias ni ideas
preconcebidas ella le preguntó: ¿eres tú mi Maestro? Y 3 veces él respondió “SI”
Y entonces ahí, en una ciudad colgando
de las nubes, rodeada de paredes de luz sólida, conversando con su maestro que
levitaba sobre flores y completamente dichosa, ella sintió Paz.
“Acá estaré siempre que necesites de mí.
Estoy tan feliz de que hayas llegado. Te dije que estaba esperándote y así ha
sido por mucho tiempo. Este es un momento precioso. Quiero decirte que mi
nombre no es Carlos, sólo usé un nombre que pudiera no confundirte ni hacerte
imaginar. Un nombre cualquiera. Eres curiosa, lo menos que esperé entonces fue
que me preguntaras el nombre. Pero ya está. Yo soy Ananda, discípulo del Buda,
tu Maestro Espiritual y Guía. No te pierdas en el temor ni en la desconfianza. Lo
opuesto al miedo es el amor. Hay mucho miedo en ti que te paraliza. ¿Me
preguntas cómo soltarlo? Ama. ¿Preguntas qué es el Amor? ¡Oh, querida! Tú lo
sabes bien. Cuando estás frente a una persona que te va a consultar como
terapeuta, tú estás en el punto más alto del amor. Y tú lo sabes. ¿Por qué
preguntas? ¿A cuántas personas has acogido en el maternal fuero de tu alma?
Cada vez que a tu consulta llega una persona desintegrada -como lo estuviste tú
el día que te fui a conocer- y sale llena de esperanzas, lo que estás sintiendo
es amor. Ahora, esa misma energía compasiva, amorosa, afectuosa, comprensiva y llena
de alegría, viértela sobre ti misma. Y el miedo se irá. Cada cual está aquí para
sí mismo y para los otros. Cada uno en su Misión. La tuya ya la conoces.
Sencilla y generosa.
El Dar y el Recibir no tienen
extremos, están en una espiral continua. Ahora anda y Escribe sobre todo esto”.
Ananda calló y como aquél lejano día, estiró sus manos,
pero esta vez, ella las recibió. Con las calideces de sus manos fundidas unas
en las otras, se miraron sin decir palabra, sonriendo.
Nuevamente hubo café y galletas y
colores y risas y tanto, tanto por procesar.
Entonces ella llegó a casa y se puso
a investigar sobre Ananda, uno de los discípulos del Buda, conocido por su sabiduría,
también por interceder ante él para que las mujeres pudieran entrar a la orden
budista. Poseedor de una gran memoria, fue convocado luego de la muerte de Buda
con el propósito de recopilar y organizar su doctrina. Gracias a sus recuerdos se confeccionó la segunda de
las tres partes que componen las escrituras budistas oficiales. Y mucho mucho màs que a ella sòlo la hizo agradecer.
Nota 1: Lo que dice Internet sobre Ananda (que no se sabe si es verdad pero tiene sentido):
Fue así que Ananda se presentó al Concilio y, gracias a sus recuerdos, se confeccionó el Sutra-pitaka (lit.: ‘cesta de los discursos’), la segunda de las tres partes que componen el denominado Tripiṭaka o Canon Pali, que son las escrituras budistas oficiales.
En estas escrituras, en los cuatro primeros Nikayas, se puede leer frecuentemente la frase:
"Así oí yo decir" antes de las palabras de Buda; ese "yo" se supone que es pronunciado por Ananda quien se convertiría en el segundo sucesor de Buda, después de Mahākāśyapa.
El Canon Pali no menciona la muerte de Ananda, sin embargo, el célebre monje budista chino Fa Hsien, recogió en su peregrinación a la India una antigua tradición según la cual, cuando Ananda rondaba los 120 años, presintiendo su muerte, nombró como su sucesor a Śānavāsika y decidió realizar un viaje de Rājagṛha a Vesāli; una vez llegado allí, decidió alojarse en una isla en medio del Ganges.
Tan pronto los príncipes y habitantes de Vesāli se percataron de la presencia de Ananda, acudieron a verle desde una de las riberas del río; en la otra ribera, se presentaron el rey Ajātashatru (rey de Magadha) y su séquito, que habían ido tras Ananda desde Rājagṛha.
Unos y otros, le pedían a Ananda que fuera hacia su lado del río para morir y él, demostrando su gentileza y compasión, para evitar cualquier clase de disputa entre los dos bandos a causa suya, usó sus poderes psíquicos elevándose por los aires y haciendo que su cuerpo fuera consumido por el fuego para, finalmente, dejar que sus cenizas se dividieran cayendo a ambos lados del río.
Nota 2: Mis eternos agradecimientos a Mariella, maestra y amiga.
Fue así que Ananda se presentó al Concilio y, gracias a sus recuerdos, se confeccionó el Sutra-pitaka (lit.: ‘cesta de los discursos’), la segunda de las tres partes que componen el denominado Tripiṭaka o Canon Pali, que son las escrituras budistas oficiales.
En estas escrituras, en los cuatro primeros Nikayas, se puede leer frecuentemente la frase:
"Así oí yo decir" antes de las palabras de Buda; ese "yo" se supone que es pronunciado por Ananda quien se convertiría en el segundo sucesor de Buda, después de Mahākāśyapa.
El Canon Pali no menciona la muerte de Ananda, sin embargo, el célebre monje budista chino Fa Hsien, recogió en su peregrinación a la India una antigua tradición según la cual, cuando Ananda rondaba los 120 años, presintiendo su muerte, nombró como su sucesor a Śānavāsika y decidió realizar un viaje de Rājagṛha a Vesāli; una vez llegado allí, decidió alojarse en una isla en medio del Ganges.
Tan pronto los príncipes y habitantes de Vesāli se percataron de la presencia de Ananda, acudieron a verle desde una de las riberas del río; en la otra ribera, se presentaron el rey Ajātashatru (rey de Magadha) y su séquito, que habían ido tras Ananda desde Rājagṛha.
Unos y otros, le pedían a Ananda que fuera hacia su lado del río para morir y él, demostrando su gentileza y compasión, para evitar cualquier clase de disputa entre los dos bandos a causa suya, usó sus poderes psíquicos elevándose por los aires y haciendo que su cuerpo fuera consumido por el fuego para, finalmente, dejar que sus cenizas se dividieran cayendo a ambos lados del río.
Nota 2: Mis eternos agradecimientos a Mariella, maestra y amiga.