lunes, 24 de octubre de 2016

"El Mercado de la Felicidad"

No existe ningún padre o madre que no haya dicho alguna vez que lo único que desea para sus hijos es la felicidad. Todo el mundo la desea. Lo que nadie tiene claro es qué entendernos por felicidad, si es que alguna vez nos hemos tomado la molestia de pensar en ello, y, tampoco, si proponerse conseguirla es un objetivo sensato. 
¿Está relacionada la felicidad con la voluntad de dar un sentido, una dirección o una finalidad a la vida? ¿Si es así, desear la felicidad de los hijos no significa también enseñarles a vivir con algún propósito que dé sentido a sus vidas? Efectivamente, el problema es poder determinar cuáles son las preferencias y los objetivos prioritarios de la vida de cada persona. 
Es un problema muy antiguo. De una manera u otra lo han tratado casi todos los filósofos que intentaron definir con cierta precisión la felicidad. Los griegos, por ejemplo, pensaban que no era motivo de discusión si la felicidad era o no la finalidad de la vida humana. Sí debía serlo, en cambio, la forma de vida que pudiera hacernos más felices. 
Porque la tendencia general es identificar la felicidad con cosas que, lejos de producir bienestar, más bien son un obstáculo para la tranquilidad, la armonía y la integridad de la persona. 
Aristóteles decía claramente que la mayoría de los hombres se equivoca cuando sitúa la felicidad en el éxito personal, la riqueza o el honor. Se equivocan porque todos estos objetivos son efímeros, demasiado materiales y nos obligan a vivir con un constante temor a perderlos. 
La ética aristotélica se propone explicar que sólo intentando vivir moralmente y como es debido se puede ser feliz. Según el filósofo, nadie será feliz abandonándose al vicio, sino cultivando la virtud, que quiere decir siendo una buena persona. Sin embargo, los conceptos de vicio y de virtud quedan un poco lejos de nuestro lenguaje actual y, son, por tanto, difíciles tanto de entender como de aplicar. 
Hoy por hoy, la felicidad parece consistir en pasárselo bien ininterrumpidamente, con el placer continuo que proporciona, por ejemplo, comprar cosas sin descanso. La pasión por tenerlo todo es la raíz de muchas de las actitudes y comportamientos que después lamentamos, pues la vida está llena de frustraciones y adversidades que la mayoría de las veces son incontrolables. 
En cualquier caso, la felicidad no puede ser mucho más que una esperanza no satisfecha, pero sostenida, de que ciertos objetivos se podrán alcanzar. Objetivos no tan perecederos como comprar un coche o viajar a la Patagonia. Seguramente, ser feliz no es otra cosa que mantener una cierta esperanza de felicidad. Así, lo que hay que hacer es encontrar la manera de no perder la esperanza y no dejar que se desvanezca definitivamente. Descubrir qué bienes, qué preferencias pueden generar unas expectativas duraderas una vez se hayan obtenido. 
Tal vez debería definirse la felicidad como la capacidad de superar el tedio vital, el aburrimiento esencial, impidiendo que invada nuestras vidas de un modo irreversible. 
Las ofertas del mercado para saciar el anhelo de felicidad son infinitas, pero no sirven ni para mantener viva la esperanza ni para combatir el aburrimiento. Más bien lo fomentan. Es conocida la sensación de impotencia que tienen muchos educadores, padres o maestros ante la fuerza poderosa de la publicidad, la televisión y el sinfín de ofertas en general para orientar la existencia. 
La fuerza del consumo es irresistible y nadie escapa, ni niños ni adultos, a su seducción. Al contrario, son los adultos, precisamente, los que responden a las encuestas que preguntan por el nivel de felicidad de las personas con unos resultados paradójicos. 
En general, nadie declara abiertamente que no está satisfecho con su vida y que es desgraciado. Sin embargo, todo el mundo se declara insatisfecho con muchas de las cosas que le rodean. La gente se queja del trabajo, de la familia, de los vecinos, de la ciudad en que vive, de las condiciones de vida en general. Y lo curioso es que esta paradoja afecta más a los países cuyos habitantes gozan de un nivel de renta alta. Los más pobres tienen aspiraciones menores, el listón del bienestar se sitúa a un nivel más bien bajo, con poco están satisfechos. Lo cual no significa, en modo alguno, que haya que reducir las aspiraciones, sino que no hay una equivalencia clara entre el desarrollo económico y la sensación de estar bien y ser feliz. 
Es en las sociedades desarrolladas y opulentas donde los psicólogos tienen más trabajo, las familias se desestructuran con más facilidad, hay más suicidios y depresiones y las aspiraciones humanas son más materiales y efímeras. Síntomas todos ellos de que las personas no viven contentas, no son felices. 

Valores Materiales e Inmateriales

Seguramente, el sentimiento de insatisfacción tiene diversas explicaciones. Una bastante obvia es que, en las sociedades opulentas, la vida se puede llenar de muchas maneras. Y cuando se pueden hacer y esperar muchas cosas, las posibilidades de sentir insatisfacción y frustración también aumentan. 
El filósofo José Antonio Marina ha dicho que vivimos en una cultura caracterizada por «la incentivación continua del deseo». La publicidad fomenta el capricho y su satisfacción inmediata: «Compra hoy, y paga mañana» «¿A que esperas» «Porque te lo mereces» «Porque tú lo vales». Todos los mensajes incitan a darle cuerda a los deseos creados por los propios mensajes. Pero no se ofrece nada capaz de superar un tedio que, no sin cierta pedantería, se me ocurre calificar como «existencial». 
Nada de lo que se anuncia lleva a sostener la esperanza de acabar teniendo una vida satisfactoria. Los deseos que se incentivan son de satisfacción inmediata y por tanto, a largo plazo, son decepcionantes. Esto es así probablemente porque lo que desea la mayoría es lo que se puede tener y no lo que se puede ser. 
Lo explicó ya hace algunos años Erich Fromm en un libro que no debería pasar de moda, titulado ¿Tener o ser? El afán por tener cosas, por acumularlas, desplaza el afán de llegar a ser una persona capaz de mantener la propia autoestima a pesar de los inevitables desengaños. Al contrario, hoy en día resulta difícil entender qué quiere decir «una vida exitosa» si no se identifica con la farra y la riqueza. Los bienes materiales son un fin en sí mismos y no una condición, necesaria pero insuficiente, para vivir bien en el sentido más pleno de la palabra. 
Los bienes inmateriales, que eran los que, según los clásicos, nutrían el espíritu y la vida buena, no constituyen una oferta atractiva. A nadie se le ocurre recomendar el cultivo de la amistad, la solidaridad o la entrega a los demás. Son valores que ni se compran ni se venden pero, en cambio, son los que se echan de menos. Hasta el punto de que, según se desprende de los estudios realizados sobre las preferencias valorativas de los jóvenes, se detecta en todos ellos, en los últimos años, una tendencia a preferir los valores inmateriales en lugar de los más materiales. Es decir, que son valores teóricamente reconocidos y apreciados, pero casi imposibles de obtener y mantener. La amistad, las relaciones familiares, la amabilidad o la simpatía parecen estar reñidos con la dinámica de tener cosas, de consumir y de competir. 
En pocas palabras, habría que volver al sentido original del vocablo griego que hemos acabado traduciendo como felicidad. El término utilizado por Platón o Aristóteles era "eudaimonía" que, literalmente, se refería al ideal de una «vida humana completa». 
El caso es que los valores materiales e inmateriales no tienen por qué ser incompatibles, entre otras razones porque la pobreza y la falta de bienes nunca han supuesto una condición para la felicidad. La idea del pobre feliz y satisfecho, que no desea nada porque no puede adquirirlo, es absurda en un mundo tan comunicado como el nuestro, en el que la televisión llega a cualquier parte y enseña todo a todos, provocando que las necesidades se multipliquen. 
«Primero hay que comer y después hablar de moral», escribió Bertolt Brecht. A quien no tiene las necesidades básicas cubiertas no se le puede exigir que sea una buena persona, así de evidente. 
Es un disparate demonizar la economía capitalista y adoptar actitudes radicales o antisistema con el argumento de que la economía capitalista nos fuerza a vivir en un círculo vicioso: producir para consumir y consumir para continuar produciendo. Es cierto que es un círculo vicioso, pero no hemos encontrado otra alternativa que funcione mejor. En consecuencia, tenemos que aprender a conjurar los peligros y corregir las disfunciones derivadas de la soberanía económica. El ataque al consumismo es tan antiguo como lo es la sociedad mercantil y sólo expresa la ambivalencia de quien no ve la manera de compaginar el progreso material y el espiritual. Pero no se trata de una empresa imposible. No es imposible inculcar en las personas unos ideales que vayan más allá de los parámetros mercantilistas. Sin ninguna intervención de índole moral, el tipo de persona que configura la sociedad actual es el ««hombre consumista». Y lo que tenemos claro, si nos detenernos a pensarlo, es que el consumo y el bienestar identificado únicamente con adquirir cosas no equivalen a la felicidad. 
La felicidad es algo más que la capacidad de comprar. La identificación de la felicidad con el bienestar o el placer estrictamente material ha llevado a muchas religiones e ideologías a prescindir de la felicidad como finalidad de la vida humana. En cualquier caso, nos dicen, la felicidad se encontrará en otra vida, no en ésta. Sin ir más lejos, la religión cristiana califica esta vida como un valle de lágrimas, un continuo de tribulaciones y sufrimientos ineludibles que hay que aceptar tal como vienen, con resignación y con mucha paciencia. Ciertamente, es una opción destinada a limitar expectativas que no podrán ser nunca satisfechas por completo. En este sentido, puede resultar aleccionador el mensaje que nos dejaron los estoicos y que posteriormente fue interpretado e incorporado al cristianismo. O el mensaje de Epicuro, filósofo hedonista que, como tal, creía que el placer era el objetivo de la vida humana, pero, a la vez, proponía una curiosa definición de este placer. Los estoicos creían que la única manera sensata de vivir para poder alcanzar la felicidad era la que consistía en despreciar todo aquello que no depende de nosotros mismos. Por ejemplo, no depende de nosotros vivir eternamente, detener el envejecimiento o tener una salud de hierro. Por tanto, aprendamos a no preocuparnos por la muerte, ni por el deterioro del cuerpo, prescindamos y dejemos de desear todo aquello que no podemos cambiar ni comprar con todo el oro del mundo. 
Epicuro aún fue más lejos en la propuesta de vivir con austeridad. Escribió cosas como ésta: 
«Lo insaciable no es el estómago, sino la falsa creencia de que el estómago necesita hartarse». 

Fuente: https://pochicasta.files.wordpress.com/2008/10/camps-felicidad.pdf
Autor: Victoria Camps, catedrática emérita de Filosofía moral y política de la "Universidad Autónoma de Barcelona". Ha sido Presidenta del "Comité de Bioética de España". Entre sus libros destacan La imaginación ética, Virtudes públicas (Premio Espasa de Ensayo), Paradojas del individualismo, El siglo de las mujeres, La voluntad de vivir, Creer en la educación, El declive de la ciudadanía, El gobierno de las Emociones (Premio Nacional de Ensayo).

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