Esta incapacidad de los padres para entrenar a sus hijos en los problemas que van a tener se fue instituyendo en el mundo durante el siglo XX y motivó gran parte de los problemas de la relación entre padres e hijos.
Hacia fines de siglo, la psicología al servicio de la gente prácticamente no existía, pero sí la pedagogía, que es la ciencia de la educación.
Sobre las relaciones de las parejas con sus hijos, en un congreso sobre pedagogía y matrimonio realizado en Francia en el año 1894, uno de los conferenciantes expone que sobre finales del siglo XIX las parejas con hijos se encuentran tan inseguras de sí mismas y viven con tanto miedo al futuro que tienden a proteger a sus hijos de los problemas que puedan tener.
Pero esa tendencia es muy peligrosa, porque si los padres hacen esto, si protegen a los hijos de todos los peligros, los hijos nunca van a aprender a resolver los problemas por sí mismos. Como consecuencia, si esto sigue así —concluye el pedagogo— hacia fin del siglo XX tendremos un montón de adultos con infancias y adolescencias maravillosas, pero adulteces penosas y terribles.
Este pronóstico, concebido hace más de cien años, es exacto. Los padres, sobre todo los de la segunda mitad del siglo XX, hemos desarrollado una conducta demasiado cuidadosa y protectora de nuestros hijos que, lejos de capacitarlos para que resuelvan sus conflictos y dificultades, ha conseguido que tengan una infancia y una adolescencia llenas de facilidades, pero que no necesariamente es una buena ayuda para que ellos aprendan a resolver sus problemas.
Más allá de todas las faltas, nosotros, los que ya pasamos los cuarenta, tenemos un mérito, les hemos dado a nuestros hijos algo novedoso: les hemos permitido la rebeldía.
Nosotros venimos de una estructura familiar donde no se nos permitía ser rebeldes.
Mi viejo, amoroso, y mi vieja, divina, decían: “Cállate, mocoso”. Y la frase aprendida que justificaba su actitud era: “Cuando tú tengas tu casa harás lo que quieras, acá mando yo”.
En cambio, lo primero que mis hijos aprendieron a decir, antes de decir “papá” fue: “¿Y por qué?” Cuestionaban todo. Y siguen cuestionando. Nosotros les enseñamos esta rebeldía. Esta rebeldía es la causante de gran parte del cambio, de la incertidumbre, pero también de la posibilidad de salvarse de nosotros. Salvarse de nuestra manía de querer encajarles nuestra manera de ver las cosas.
Ellos se van a salvar por medio de la rebeldía que ellos no se ganaron, nosotros se la enseñamos. Ese es nuestro gran mérito. Y esto va a cambiar el mundo.
Más o menos rebelde cuando crezco, en algún momento entre los veinte y los veintisiete años me doy cuenta que no voy a tener para siempre una mamá que me dé de comer, un papá que me cuide, una persona que decida por mí...
Me doy cuenta que no me queda más remedio que hacerme cargo de mí mismo. Me doy cuenta que tengo que dejar el origen de todo. Separarme de la pareja de mis padres y dejar la casa, ese lugar de seguridad y protección.
Cuando nosotros éramos chicos, la adolescencia empezaba a los trece y terminaba a los veintidós. Hoy, la adolescencia comienza entre los diez y los doce y termina entre los veinticinco y los veintisiete. (Pobrecitos... ¡quince años de adolescencia!)
La adolescencia es un lugar maravilloso en muchos aspectos, pero también es una etapa de sufrimiento.
Sobre el misterio de la prolongación de la adolescencia cualquier idiota tiene una teoría. Yo también. Así que voy a contar la mía.
TEORÍA DE LOS TRES TERCIOS
Imaginemos que cada uno recibe una parcela abandonada de tierra llena de maleza. Sólo tenemos agua, alimentos, herramientas, pero ningún libro disponible, ningún viejo que sepa cómo se hace. Nos dan semillas, elementos de labranza y nos dicen: Van a tener que comer de lo que saquen de la tierra. ¿Qué es lo que haríamos para poder alimentarnos y alimentar a nuestros seres queridos?
Lo primero que haríamos sería desmalezar, preparar la tierra, removerla, airearla... y hacer surcos para sembrar. Luego sembramos y esperamos ... Poniendo un tutor, cuidando que las plantitas se vayan haciendo grandes, protegiéndolas para, un buen día, cosechar.
La vida del ser humano es igual.
La vida del ser humano está dividida en tres tercios:
- Tercio de preparar el terreno
- Tercio de crecimiento o expansión
- Tercio de cosecha
¿Qué es el primer tercio? Preparar el terreno equivale a la infancia y la adolescencia. Durante estos períodos, lo que uno tiene que hacer en su vida es preparar el terreno, desmalezar, abonar, airear, preparar todo para la siembra. ¡Qué error sería querer cosechar antes de desmalezar! Cosecharíamos basura, no serviría para nada.
¿Qué es el segundo tercio? El crecimiento o expansión equivale a la juventud y la adultez. Habrá entonces que plantar la semilla, regarla, cuidarla, hacerla crecer. Este es el tercio de la siembra, del desarrollo. ¡Qué error sería desmalezar y seguir preparando el terreno cuando es el tiempo de sembrar! ¡Qué error sería querer cosechar cuando uno está sembrando! No cosecharía nada. Cada cosa hay que hacerla en su tiempo.
¿Qué es el tercer tercio? La cosecha equivale a la madurez. ¡Qué error sería en tiempo de cosecha querer seguir sembrando! ¡Qué error sería, cuando uno tiene que cosechar, ocuparse de hacer crecer y de engrandecer! Porque éste es el tiempo de la recolección, la hora de recoger los frutos. Y si no se cosecha en este tiempo, no se cosecha nunca.
¿Cuánto dura cada tercio? Lógicamente, esto depende del tiempo que va a durar nuestra vida. Cuando nuestros ancestros vivían entre treinta y cinco y cuarenta años, como promedio y con toda la suerte, entonces un tercio era trece años.
La juventud y la adultez se desarrollaban entre los doce y los dieciocho años, y la madurez se alcanzaba a los veinticinco.
Cuando a principios de siglo nacieron nuestros padres, la expectativa de vida era de sesenta años. Así, la duración de los tercios se fue modificando.
Cuando uno deja de ser un adolescente, les dice (o sería bueno que les dijera) a sus padres: “A partir de ahora dedíquense a ustedes, porque de mí me ocupo yo.” Uno tiene que aprender a hacerse cargo de sí mismo, aprender a responsabilizarse de uno, aprender la autodependencia. Aquellos hijos que no terminan de deshacerse, que se quedan prendidos de los padres sin animarse a subir al trampolín y saltar, en parte lo hacen por una responsabilidad de los padres, que no supieron enseñarles a hacerlo, y en parte por una responsabilidad de ellos.
Los padres tendrán que mostrar a estos hijos, aunque sea tardíamente, que deben soltarse, que uno no está para siempre. Con mucho amor y mucha ternura, estos padres deberán entornar la puerta y pegarles una patada en el culo. Porque en algún momento los padres tienen que aprender a hacer esto si es que los hijos no lo hacen.
Habitualmente, los hijos aprenden y se van solos. Pero si no lo hacen, lamentablemente, en beneficio de ellos y nuestro, será bueno empujarlos a que abandonen esa dependencia. Estoy harto de ver y escuchar a padres de mucha edad que han generado pequeños ahorros o situaciones de seguridad con esfuerzo durante toda su vida para su vejez, y que hoy tienen que dilapidarlos a manos de hijos inútiles, inservibles y tarambanas, que además tienen actitudes exigentes respecto de los padres: “Me tenienes que ayudar porque eres mi papá...” “Tienes que vender todo porque lo que tienes también es mío...”
Es hora de que los padres sepan las limitaciones que tiene esta historia de su deseo.
A veces uno puede ayudar a sus hijos porque quiere, y está muy bien. Pero hay que comprender que nuestra obligación terminó. Qué importante sería ayudar a nuestros hijos a transitar espacios de libertad. Qué importante sería ayudarlos hasta que ellos sean adultos, y después... Q. S. J. ¿Qué quiere decir Q. S. J.? Que se jodan.
Y si no han sabido administrar lo que les dejaron, y si no han podido vivir con lo que obtuvieron, y si no saben cómo hacer para ganarse la plata que quieren, díganles que pasen a buscar un sándwich cada mañana.
La historia de generar la dependencia infinita es siniestra. Me parece a mí que hay un momento para devolver a los hijos la responsabilidad que tienen sobre sus propias vidas, y que uno tiene que quedarse afuera, ayudando lo que quiera, hasta donde quiera y hasta donde sea conveniente ayudar.
A veces no es conveniente ayudar todo lo que uno puede, al máximo, arruinándose la propia vida para ayudarlos a ellos. Me parece que no. A mí me encantaría saber que mis hijos van a poder manejarse cuando yo no esté. Me encantaría. Y por eso quiero que lo hagan antes que me muera, para verlo. Para que pueda, en todo caso, morirme tranquilo, con la sensación de la tarea cumplida.
Fuente: De el libro "El Camino de la Autoindependencia" de Jorge Bucay