miércoles, 3 de mayo de 2017

"Lo que debemos eliminar no es el Síntoma, sino la Causa"



Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria. 
Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. 
El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.
Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. 
La medicina académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que destierra tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se convierten en señales incomprensibles.
Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo. Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. 
Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría encendido –y eso es lo que nosotros queríamos–, pero el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. 
Lo procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría.
Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma. 

Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma 
es la expresión visible de un proceso invisible 
y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder habitual, 
avisarnos de una anomalía 
y obligarnos a hacer una indagación. 

También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. 
Lo que debemos eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.
Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema: 
se deja fascinar por los síntomas. 
Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al individuo que está enfermo. 
Se trata de impedir que aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito. 
Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los síntomas sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.
El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. 
La enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. 
Si el hombre comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.
En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos obliga a estar pendientes de él. 

El síntoma nos señala que nosotros, 
como individuo, 
como ser dotado de alma, 
estamos enfermos, 
es decir, que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. 
El síntoma nos informa de que algo falla. 
Denota un defecto, una falta. 
La conciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos falta algo. 
Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. 
El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.

Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad. 

Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. 
La enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y hacernos sanos.
El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo tenemos que aprender su lenguaje—. Este libro tiene por objeto ayudar a reaprender el lenguaje de los síntomas. Decimos reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. 
El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad.
Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. 
Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan. 
Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.
Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano admite aumentativo). 

Curación significa redención, 
aproximación a esa plenitud de la conciencia 
que también se llama iluminación. 
La curación se consigue incorporando lo que falta 
y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de la conciencia. 
Enfermedad y curación son conceptos 
que pertenecen exclusivamente a la conciencia, 
por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, 
pues un cuerpo no está enfermo ni sano. 
En él sólo se reflejan, 
en cada caso, 
estados de la conciencia.

Sólo en este contexto puede criticarse la medicina académica. La medicina académica habla de curación sin tomar en consideración este plano, el único en el que es posible la curación. No tenemos intención de criticar la actuación de la medicina en sí, siempre y cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. 

La medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como tales, no son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano material. En este plano la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena; no se pueden condenar todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para otros. 
Aquí se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el intento de cambiar el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que ello es vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. El que ha visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (... aunque nada se lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a estropear la partida a los demás, porque, a fin de cuentas, también perseguir una ilusión nos hace avanzar.
Por lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de lo que se hace. El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra crítica se dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también aquélla trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de impedir la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la misma; sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No hacemos referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la medicina académica ni con la natural.)
El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.


Del libro "La Enfermedad como Camino" de los autores Thorwald Dethlefsen y Rudiger Dahlke. Extracto del capítulo I.
Nota: Si te interesó esta nota, escríbeme a xandrafigueroa@gmail.com pidiéndome el libro completo y lo enviaré a tu mail con mucho gusto. 

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