domingo, 7 de mayo de 2017

"El Amor a los Hijos"




El mecanismo de identificación proyectiva, por el cual me identifico con algo que proyecté, es muchas veces el comienzo de lo que comúnmente llamamos “querer a alguien”. De esto se trata el sentimiento afectivo. 
Sucede así con todas las relaciones, pareja, amigos, primos, hermanos, sobrinos, tíos, cuñadas y amantes, sucede con todos menos con los hijos. Y la excepción se debe a una sola razón: A los hijos no se los vive como otros. 
Cuando un hijo nace, lo sentimos como una prolongación nuestra, literalmente. Y si bien es un ser íntegro y separado, que está afuera, no dejamos de vivirlo de ese modo. 
Hay una patología psiquiátrica que se llama personalidad psicopática. Puede tratarse de criminales, delincuentes, torturadores o cualquier cosa; lo único que les importa a los psicópatas es la propia satisfacción de sus ambiciones personales y, dada su estructura antisocial, no tienen inconvenientes en matar al prójimo si con ello pueden conseguir lo que desean. Se trata de personas que no aceptan límites. 
Los psicópatas no pueden decir “si yo fuera él”, no pueden ni por un momento pensar en función del otro, solo pueden pensar en sí mismos. 
Si no pueden identificarse, tampoco pueden hacer el mecanismo de identificación proyectiva, y como el afecto empieza por la identificación, entonces no pueden querer a nadie. Sin embargo, cuando por alguna razón un torturador tiene hijos, con ellos puede ser entrañable. Un psicópata puede llegar a hacer por los hijos cosas que no ha hecho nunca por ninguna otra persona; y lo hace aunque a la madre de esos mismos hijos la maltrate, la golpee, la humille o simplemente la ignore. Porque los hijos son vividos como una parte de él mismo, y entonces los trata como tal, con lo mejor y lo peor de su trato consigo mismo. 
Esto confirma, para mí, que el mecanismo de identificación proyectiva es para con todos menos para con los hijos, porque para quererlos a ellos este mecanismo no es necesario. Para nosotros, que no somos psicópatas, los hijos son también una parte nuestra con vida afuera o, como diría Atahualpa refiriéndose a la amistad, “como uno mismo en otro pellejo”. 
Todos tratamos a nuestros hijos de la misma manera, 
con el mismo amor 
y, a veces, 
tristemente, 
con el mismo desamor que tenemos por nosotros mismos. 
Alguien que se trata bien a sí mismo 
podrá tratar muy bien a sus hijos. 
Alguien que se maltrata 
va a terminar maltratando a sus hijos. 
Y posiblemente, 
alguien que viva abandonándose a sí mismo,
sea capaz de abandonar a un hijo. 
Porque no hay otra posibilidad 
más que hacerles a nuestros hijos 
lo mismo que nos hacemos a nosotros. 
Sin embargo, como hijos de nuestros padres, nosotros no sentimos que ellos sean una prolongación nuestra, y de hecho no lo son. 
Mis hijos son para mí un pedazo de mi vida y por eso los amo incondicionalmente, pero yo no lo soy para ellos. 
La sensación de pertenencia y de incondicionalidad es de los padres para con los hijos, pero de ninguna manera de los hijos para con los padres. 
¿Serán capaces los hijos de sentir esto alguna vez? Sí, por sus hijos. Pero no por mí. 
El amor de los padres es un amor desparejo que se completa en la generación siguiente. Se trata de un caso de reciprocidad diferida o más bien, debo decir, desplazada; devolverás en tus hijos lo que yo te di. 
No es ningún mérito querer a los hijos, pero para que ellos puedan querernos, van a tener que tomarse todo el trabajo.Van a tener que empezar por ver un pedazo de nosotros en el cual se puedan proyectar, identificarse luego con él y transformar esa identificación en amor. 
Y entonces nos querrán (o no) dependiendo de lo que les haya pasado en ese vínculo. 

Fuente: Del libro "El Camino del Encuentro", Jorge Bucay. Extracto del capítulo "El Amor a los Hijos"

No hay comentarios.:

Publicar un comentario